
Aquella madrugada se despertó con unas ansias de escribir como nunca las había tenido antes, la tenue luz brindada por la vela en su escritorio alumbraba de la manera más pobre los papeles que habían quedado sobre la mesa desde la noche anterior. Se levantó “con las justas”, la vela ya se había consumido y la llama estaba a punto de alcanzar las hojas.
- ¡Tremendo incendio me ibas a ocasionar!
Apagó la triste llama con un soplo que denotaba rabia, dolor e impaciencia. Se fregó los ojos como intentando retenerse, pero de nada le sirvió; aparte el vecino había encendido su camión para irse a trabajar. ¡Cómo sonaba ese pedazo de chatarra destartalado! Y eso no era lo peor, el sonido parecía hacerse más intenso mientras más se alejaba; parecía que el camión iba arrojando el eco de sus pasos conforme avanzaba y a Edmundo eso le causaba mucho fastidio. Si no lograba conciliar BIEN el sueño antes de que el vecino se marche algo era seguro: No podría dormir.
Le había pasado tantas veces que ya empezaba a acostumbrarse, solía quedarse sentado contemplando las hojas y sosteniendo la pluma en la mano derecha, volviéndose loco con solo imaginar la tinta negra revolviéndose en el tintero y empezando a secarse por falta de uso.
La palidez ya no se le notaba y las ojeras parecían el único relieve de su rostro.
Intentó regresar al catre para recostarse de nuevo, pero al voltear y dar la espalda al escritorio metió el pie en el bidet, estuvo a punto de caerse y lo único que sus débiles manos alcanzaron fue el espaldar de la silla vieja.
- ¿No vas a dejarme en paz? Y ahora has de querer que te agradezca, y me has de tener sentado todo lo que resta de la madrugada, y el día que viene y la semana y… ¡Está bien, está bien! ¡Me siento, ya basta!
La voz parecía quebrársele, como si un llanto desesperado quisiera escapar; pero sobre ese llanto pesaba la fuerza de su voz y la dureza de sus palabras que no atravesaban las paredes por miedo a derrumbarlas y dejar la pobre casa en “nada”. Y lo que es peor, por no dejar al descubierto la imagen de aquel enjuto hombre olvidado por todos los que vivían en la cuadra; su imagen era recordada solamente por la señora Quezada, la única que tenía hijos pequeños en el sector. El resto de “niños” (ahora jóvenes) habían pasado ya todos los miedos y se creían inmunes a las amenazas que la señora Quezada les hacía para que se alejen de los bolones recién hechos que dejaba en el mesón y al alcance de la ventana.
- ¡Ojalá que el muerto ese que vive acá alado les jale las patas de noche!
Y no solo con ellos, los niños soñaban con la voz de su mamá diciéndoles: “Cómete la sopa o llamo al vecino para que te la dé el mismo…¡No has de poder negarle una sola cuchara, a ver si siquiera te atreves a mirarle a los ojos!”. A veces le encantaba encarnar al temidísimo “cuco” en el pobre hombre: “Si no te duermes temprano viene el vecino y te come”, “…eso, desobedéceme y verás como viene corriendo el vecino y te lleva bien lejos encerrado en un costal!”.
Así se las pasaba el pobre Edmundo, ya no era una persona; era una amenaza cruda, una condición para que los “bebes” no se hagan malcriados. Se sentaba y se rompía la cabeza tratando de traer alguna idea para plasmarla en el papel, parecía que la pluma se le pegaba a las manos y se las quemaba; y era tan real la sensación que sentía el frío ardor de las llagas. Se desesperaba, se mordía los labios resecos, cerraba los ojos, los volvía a abrir, miraba al techo buscando respuestas, miraba de nuevo al papel…moría.
Habían pasado las horas y el día por fin había llegado: Martes 13. (Un día como cualquier otro, pero dejemos eso para otro tiempo; esta vez no sería así).
Con el canto del gallo la señora Quezada ya se había despertado (Que suerte que no tenía la misma sensibilidad en los sentidos que Edmundo, sino también se levantaría y se quedaría en vela luego de que el vecino salga en el camión; entonces este extraño día hubiera empezado antes y la historia terminaría cuando no debe… ¡Qué suerte que no es así!).
Se levantó entonces la señora Quezada, se calzó las chancletas y las iba arrastrando por el solitario pasillo. Hizo lo de siempre, se aseguró de que los niños estén bien, abrió la oxidada cerradura, cogió la canasta, recogió la ropa que estaba en los cordeles y entró de nuevo a su casa. Pero esta vez su entrada fue diferente. Lo hizo de la manera más concienzuda y siempre cuidándose la espalda con rápidas miradas como si alguien la siguiera. Cerró la puerta usando todas sus fuerzas, las mismas que había contenido desde el anterior martes 13. Se acercó tiernamente a la habitación de los niños y para no despertarlos solo les sonrió mientras seguían dormidos. Se sentó en una mecedora que solamente aguantaba su peso, si otra persona se sentaba seguro se rompía en mil pedazos.
Afuera todo parecía pasar con normalidad, pero adentro nada era lo mismo. Pasaban las señoras y le decían que salga. Ella no asomaba ni la cabeza y gritaba desde la cómoda silla: “Martes 13 comadrita! Ni te cases ni te embarques…” . Y lo único que obtenía como respuesta (aunque no le importaba) eran cuchicheos de las vecinas haciendo alusión a su extrema obsesión con las supersticiones.
La pared a la que estaba arrimada la mecedora daba justo con el muro de la casa de Edmundo, hace décadas que vivía ahí y nunca lo había visto. Sabía que le aficionaba la escritura porque el único sentido que tenía extremadamente sensible era el del olfato, entonces podía percibir el olor a tinta que salía desde el abandonado frasco en el escritorio de Edmundo y hasta le causaba un no muy incómodo cosquilleo cuando penetraba sus inmensas fosas nasales.
Toda la mañana estuvo volviéndose loca con el sonido de los golpecitos de la pluma de Edmundo contra el escritorio.
Alcanzó a escuchar un choque de platos, esto la asustó un poco pero luego se percató de que los pequeños se habían levantado. Se levantó desesperadamente de la silla y dio unos pasos inmensos hasta llegar a la cocina. Enojada y hablando “entredientes” en voz muy bajita les dijo:
- Hoy ustedes no despiertan, hoy se duermen.
Y señaló con el dedo y la mirada la dirección que los niños debían seguir hasta llegar a su cuarto. Este parecía ser el único rincón bonito de la casa, pues la señora Quezada había tratado de hacer que parezca lo más alegre posible. Aunque muchos decían que parecía un circo y que había concentrado todo lo que le faltaba a su casa en ese rincón enano, a los niños les gustaba. Ella supo que ya estaban a salvo de nuevo al escuchar el suave golpecito de la puerta al cerrarse; y hasta se sintió complacida, sin poder evitar esbozar una sonrisa en su rostro, cuando escuchó al viento irse entre las sábanas mientras los niños se acomodaban de nuevo para seguir durmiendo.
Regresó a la mecedora y se dejó arrullar por el choque de la pluma con el escritorio. Fue justamente cuando llegó al estado de “dormida y despierta” que se vio acechada por miles de recuerdos, iba volviéndose loca con el frenético deslizar de la pluma de Edmundo y se dijo a si misma:
- Hasta que por fin escribe.
Se sonreía y a la vez se ponía furiosa; pero no podía hacer nada. El lento y desesperante sonido del segundero se volvió melodía en sus sueños, y solamente tenía la sensación de que el final estaba cerca.
-TOC! TOC! TOC!
La señora Quezada respiraba aceleradamente, se aferró a la silla y se quedó estática, pálida; como si el mismo sonido se hubiera personificado y le hubiera hundido una daga en el corazón. Se armó de valor y se dirigió a la puerta. No la abrió, sólo espió por una rendija que había entre la cerradura y el marco de la puerta. Nadie.
No pensó dos veces y se dirigió a la casa de alado, golpeó la puerta muy delicadamente y nadie tuvo la gentileza de abrirle.
- Sólo vengo a decirle que si vuelve a golpear mi puerta de esa forma tan irrespetuosa me veré obligada a quejarme con las autoridades. Y ahí sí que va a ver, va a…
La puerta se abrió y el pesado aire la envolvió como invitándola a pasar. Adentro estaban los niños mirándola de la forma más inocente, callados los dos (como les había enseñado ella a comportarse siempre que visiten una casa ajena).
Le decían adiós con la mano mientras ella se alejaba envuelta en la sombra de un hombre extremadamente delgado cuyos débiles brazos apretaban su cuello. Era como si quisieran sostenerse de ella, tal y como un día (no tan lejano) se aferraban a una silla vieja para evitar una terrible caída.