Abril es el mes de la concientización sobre la cesárea.

Me tomo un poco el nombre la maravillosa obra de Rosa Montero. Altero el orden del título porque sé que eso es de ella, de Rosa. Mis letras son la mayoría del tiempo un yo que adquiere distintas caras y distintos cuerpos; otras veces no soy yo sino alguien más, escribo para curarme y también para curar, para contar y para SER.
Abril es el mes de la concientización sobre la cesárea.
Salir a cualquier sitio durante una pandemia es, en realidad, un verdadero trámite: uno debe estar pendiente de mil detalles, no olvidar la mascarilla, la mascarilla de repuesto, el visor, el alcohol, ir con ropa cómoda, etc.
Las citas médicas no son la excepción: es algo que “debemos” hacer, a veces no hay sitio para reemplazar o aplazar estos encuentros, entonces toca hacer “de tripas corazón” y salir, vestidos como astronautas, al encuentro con los galenos que -por lo general- nos esperan también con traje espacial.
Llego al consultorio odontológico y pienso que el ambiente debe ser muy similar al de un laboratorio o sitio de trabajo de la NASA: al ingresar, pongo alcohol gel en mis manos y cubro mis zapatos con unos forros celestes dignos de la asepsia y cuidados de un quirófano. Me reciben, toman mi temperatura y me piden que pase a lavar mis manos. En el baño, desde la parte inferior del espejo, me mira una cinta con información sobre cómo lavarse correctamente las manos.
Presiono la llave de agua con el codo mientras hago malabares para no botar mi bolso ni tocar nada más. Presiono, también con el codo, el dispensador de jabón, enjuago mis manos cuidadosamente, tomo una toalla de papel, desecho la toalla en el basurero rojo con el letrero “DESECHOS TÓXICOS”, abro la puerta del baño con la punta de los dedos y ocupo media botellita de alcohol para desinfectarlas de nuevo.
Paso a la sala de espera y me pierdo en su silencio. Hay dos personas más sentadas cada una en un sofá y no hacen más que mirar sus teléfonos. Escucho una voz lejana: “Paciente…María”. Ya, soy yo. Nunca pueden pronunciar bien mi apellido así que… con mi primer nombre es suficiente. Subo las pulcras gradas que me llevan a la segunda planta del consultorio e ingreso al cubículo, ¡el consultorio de odontopediatría!
Mientras el doctor se coloca una cofia, delantal, visor, guantes y termina de vestirse de hombre del espacio, desde la pared me miran un panda y una jirafa que parecen entusiasmados por mi visita.
Coloco en una bolsa desechable mis lentes y mi mascarilla, intento contener la respiración porque la paranoia del bicho (COVID) nos hace pensar dos veces hasta en la necesidad vital de inhalar y exalar. El médico y su ayudante explican que el sitio ha sido desinfectado minuciosamente, y que puedo recostarme en la camilla para comenzar con mi tratamiento.
Desde el CPU del computador del consultorio suena una canción que seguramente está en las listas mundiales de las más escuchadas. “Me gusta”, me digo. Y tomo la canción como buen preámbulo a la tortura bucal.
El tratamiento comienza, la canción está en shuffle y se repite una, y otra, y otra vez. Ya empiezo a odiarla, no quiero escucharla más. Tal es el disgusto que ni siquiera recuerdo cuál era.
Desde la pared, con ojos inmóviles, el panda y la jirafa me miran. Ya no sé en qué más distraerme, pienso en los pendientes del trabajo, en mi familia que está esperándome en casa, en lo que olvidé hacer y en lo que debería hacer…hay un televisor empotrado en el techo consultorio (supongo que lo encienden para distraer a los niños que van a consulta de odontología) y me imagino lo bueno que hubiera sido tener la oportunidad de pedirle al médico que encienda el televisor, conecte Netflix y me deje continuar con mi serie. Luego analizo que no sería tan buena idea, tengo el rostro del médico a centímetros de mi cara, no serviría de nada ver una serie ahora.
Intento seguir con mis distracciones y ahora cuento las puntas de las palmeras que adornan la pared en la que posan el panda y la jirafa: siete puntas, siete sombras. Mi boca está casi completamente adormecida, intenté no tener arcadas cuando los algodones la llenaron, y también fui muy hábil para comunicarle al doctor que “por favor succione” escribiendo como a ciegas un mensaje en mi celular. Ustedes me entenderán: uno visita el dentista y es imposible responder a las preguntas que este hace, ¡hay que ser recursivos!
Llevo casi dos horas en el lugar y, por suerte, hace pocos minutos la repetitiva canción cambió: ahora me acompañan algunos covers de Sam Smith, Taylor Swift, y Miley Cyrus. “La cosa mejora”, me digo, e intento concentrarme nuevamente en respirar lentamente y no arrancarme todos los aparatos de la boca para salir corriendo.
Finalmente el momento llega, y el médico me indica que en pocos minutos seré libre. Mientras termina el tratamiento, él y su ayudante hablan de la vida y de la política, e intensa como el sonido de la máquina pulidora (que me disculpen los dentistas si no estoy expresándome bien) llega la pregunta: "¿Cuándo será que nos toca la vacuna, oye?"., Y ahí empiezo de nuevo a marearme y escuchar la conversación que se clava como agujas en mis oídos: ESTE MAN HA PASADO CASI DOS HORAS A CENTÍMETROS DE MI BOCA (con mascarillas, visor y traje de astronauta, claro), PERO NO ESTÁ EN LOS PROFESIONALES MÉDICOS DE PRIMERA LÍNEA, CARAMBA ¡NO ESTÁ!
El tratamiento llega a su fin: me quitaron todos los instrumentos de la boca, hago un leve masaje en mi mandíbula y me lanzo con desesperación a la bolsa en la que esperan mi mascarilla y lentes. Me los pongo rápidamente y, antes de salir, no puedo evitar conversar con el médico: "¿En serio no les van a vacunar?", digo. Después de casi dos horas de tenerle cerca ya memoricé la expresión de sus ojos, puedo notar que se nublaron y sus cejas se arquearon hacia abajo: “En serio no...o, al menos, aún no.”, me dice. No sabe cuánto tiempo pasará, no sabe si le vacunarán pronto, ni a él ni a sus compañeros.
Tomo mi bolso y salgo del consultorio olvidando la odiosa canción que sonó más de 10 veces y los rostros sonrientes del panda y la jirafa. El dolor de mi mandíbula se atenúa poco a poco, y ahora camina lentamente hacia mi cabeza: quienes están detrás del plan de vacunación no han entendido nada, y esos vacíos se notan más cuando estamos cerca (como 10 centímetros o menos) de la realidad de los demás.
Hoy tuve que asistir a una reunión con mi hijo porque, a veces, el plan no sucede como estaba pensado. Estuve casi 30 minutos en una sala ...